En el anterior artículo, éste, vuestro humilde servidor, apenas era un joven vivaracho de 31 años con ganas de comerse el mundo. Hoy son 32 las castañas que tengo ya, y el espejo me devuelve la imagen de un ser decrépito en la cuesta abajo de la vida.
Es evidente que exagero; el atractivo natural con que cuento y mi saber estar me confieren un aura juvenil del que no pueden descabalgarme los más negros augurios; pero también es cierto que, cada vez que cumplo años, mi tendencia a mirar hacia el pasado se convierte en algo recurrente.
Cada generación tiene sus propios tótems, sus estandartes representativos. ¿Los míos? Hay muchos: la EGB, el bic naranja que escribía fino, Xuxa, Espinete, el tragabolas… y Los Goonies.
LOS GU-NIS, a boca llena. Si eres de mi generación y a estas alturas del texto un cosquilleo no te ha recorrido el estómago, sólo hay dos opciones:
-No has tenido infancia
-Tu corazón es más frío que Räikkönen
¿Por qué coño nos gustaban tanto Los Goonies? ¿Por qué todos queríamos ser Los Goonies? No conozco a nadie de mi generación que no haya visto la película, y no conozco a nadie que no la recuerde con brillo en su mirada.
Nos hemos hecho mayores porque hemos abandonado nuestra sed de aventuras, nuestros sueños de ser un Goonie. ¿Por qué?
Un grupo de amigos descubre lo que parece un mapa del tesoro en el desván de uno de ellos. Y a partir de ahí se desata una de las mejores películas de aventuras de la historia.
Si hoy me acerco a un chico de 11-14 años a decirle que vea una película con semejante argumento:
1-Me escupirá en la cara
2-Insultará a mi madre y meará sobre mi perro
3-Ambas cosas y además me pegará un puñetazo
Sin embargo, para muchos de nosotros, esta película llegó en el momento adecuado. Con la adolescencia, empezamos a salir de nuestras casas, a jugar en la calle con nuestros amigos, descubriendo lugares, sentándonos algunas tardes de verano entre las ruinas de la vieja iglesia del pueblo a jugar a las cartas y hablar… a imaginar. ¿Y si…? ¿Te imaginas que…? Eso se ha ido a la mierda.
Ya no hay que imaginar, ya no hay que fantasear con mundos ocultos que descubrir; ahora todo está en la pantalla, lo ves y lo oyes, lo viven por tí.
Los Goonies nos dio a toda una generación una razón para crecer; nos dio diversión, nos dio imaginación, nos recordó que la amistad no es una palabra en el diccionario que nos dedicamos a desprestigiar con el paso del tiempo, nos dio la esperanza de poder vivir una aventura, un amor.
No hacen falta grandes esfuerzos para recordar a los hermanos Fratelli, a Gordi, a la Mama, a Sloth… al tesoro de Willy «el tuerto». Son nombres que están grabados a fuego en algún lugar recóndito de nosotros, como si todos hubiéramos estado allí, como si todos hubiéramos pulsado las teclas de aquel órgano de huesos y calaveras.
Aquellos chicos se enfrentaron al misterio, al peligro de algo fantástico y al peligro de unos personajes reales, adultos, malvados. Y sobrevivieron. Es lo que todos querríamos haber hecho. Exactamente aquello es lo que todos querríamos haber vivido.
Podríamos empezar a reconocer los méritos de Richard Donner a la hora de plasmar la historia de Columbus, recordar que gente como Josh Brolin o Sean Astin han tenido meritorias carreras después, analizar secuencias y estructuras, cualquier cosa; pero si lo hiciésemos, estaríamos reconociendo que aquello no era más que una película, que todo lo que vimos no era real, que Sloth nunca existió y jamás necesitó chocolate. Y no queremos.
Los Goonies existieron dentro de cada uno de nosotros. Todos pudimos ser un Goonie alguna vez. No dejemos que eso muera, por muchos años que cumplamos.